Observo el vino en la copa antes de probarlo / Dejo que respire
el aire que le ha estado vedado durante años. Se ha ahogado para ser él. Ha ido
madurando en su letargo, pero ha preservado para mí el verano y el recuerdo de
las uvas / Dejo que tome su color, mal llamado rojo. Porque es una combinación
de carmesí impregnado de una nube ligeramente negra. Un color que no tiene más
color que su nombre: color vino, puestos a prescindir de falsas descripciones /
Le dejo que reverencie su olor, un olor sublime y altivo de la casta de la
mejor de las mujeres. Si deseas olerlo, no te lo acerques. Asegúrate primero de
que tienes la mano limpia y libre de todo perfume, y luego alárgala hasta la
copa, como si fuera un pecho. Al llevarte la copa a la nariz con el tiento de
una abeja, te invade un olor profundo y secreto: el olor del color, que te
sumerge en antiguos monasterios / Le dejo que reúna lo que su sabor sugiere
para que nos dispongamos él y yo, ansiosos, a recibir la inspiración por la
boca. Ni me apresuro ni me demoro, ambas cosas rompen la cadencia del placer.
Me acerco la copa a los labios con la timidez del que implora un primer beso a
una mujer que no sabe si le ama. Doy un sorbo. Miro hacia arriba y entorno los
ojos mientras el primer alcohol recorre mis venas. Y mi gusto se entrega al
cortejo regio del vino. Que me eleva a un estado superior, ni del cielo ni de
la tierra. Que me convence de que soy capaz de ser poeta, al menos por una vez.
en
La huella de la mariposa, 2013
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